Imagen: Diario Norte. |
En una de esas tantas jornadas
que a un locutor joven y con las energías intactas de la lozanía de la vida con
las que tocaban desempeñar aquellas tareas que en aquel entonces no eran ni
cansadas, ni difíciles, más bien las cumplíamos con mucho agrado y se
convertían en verdaderas aventuras, el caminar largas horas para subir hasta
las cimas de escarpadas montañas, cargados de un peso que el cuerpo aguantaba y
con el objetivo de que la radio en la que se laboraba, llegue con nitidez y con
mayor claridad hasta la audiencia que estaba pendiente, me atrevo a contarles:
Mi amigo, el Cóndor y Yo.
Corría mediados del año dos mil,
era una mañana fría de esas típicas en las que se conjugan el viento gélido con
la presencia de una neblina que iba y veía juguetona, nos preparamos para subir
hasta la cima del Puglla, montaña que se escarpa en la cordillera de Los Andes
a 3. 333 metros sobre el nivel del mar y que es el monte más simbólico para
quienes habitan en el cantón Saraguro, provincia de Loja, ahí en el mismísimo
lugar donde se ubican las antenas repetidoras de una decena de medios de
comunicación locales, provinciales y nacionales, que brindan cobertura a esta
zona del austro ecuatoriano.
Habíamos recibido la encomienda
de subir al cerro a cumplir con la tarea de mejorar la señal de Radio Frontera
Sur, medio que por esos tiempos daba sus primeros pasos y que se iba
consolidando como un medio de servicio colectivo como lo ha venido cumpliendo
por más de 19 años; Yo, no tenía ningún conocimiento sobre reparación de los
equipos de transmisión, pero acompañaba a Miguel Ángel Vacacela, mi compañero
de largas jornadas de trabajo y de unas cuantos asensos al cerro a donde lo
acompañaba a realizar estas tareas en las que me convertía en una especie de
aprendiz del maestro.
Habíamos recorrido algo así como entre
hora y media y dos horas desde la vía Panamericana, por una cuesta que te quita
el aliento y tras una travesía agotadora luego de la llovizna nocturna que se
había presentado en el lugar, salvando muchos obstáculos habíamos llegado a
cumplir con nuestro trabajo, un pequeño descanso de algunos minutos en el que
también se aprovechaba para admirar lo poco del paisaje que se podía observar
por el vaivén de la neblina que juguetona iba y venía y que por instantes nos
robaba la vista singular que existe desde ese bello mirador natural.
Era el momento de subir hasta la
antena, el frío metal entumecía las manos, comenzamos a probar anillo por
anillo, como se llaman a estos instrumentos que se encargan de irradiar las
ondas hercianas que emiten las radioemisoras en Frecuencia Modulada, habíamos
subido como tres metros y los vientos se sentían con mayor fuerza, el temor se
hacía cada vez mayor, Miguel se mantenía a un metro y medio de distancia por
sobre mi cabeza, hacía su trabajo con acuciedad y luego de al menos unos treinta minutos de
esforzado trabajo, sucedió un episodio que nunca lo he podido borrar de mi
mente.
A unos 5 metros de la antena en
la que estábamos, llego un ave imponente, se posó sobre un pequeño peñasco que
sobresale del cerro, impávidos y con una clara muestra de incredulidad por lo
que veíamos, nos invadió un silencio sepulcral, tal vez con el afán de no asustar
esa gran ave que superaba el metro de estatura, o por el susto de ver por
primera vez un pájaro de un tamaño descomunal tan cerca de nosotros y que en
ese entonces, nunca nos imaginamos que el famoso Cóndor Andino habitaba por
esos lares, no habían estudios, ni indicios de que en esta parte de los Andes
anidaba el ave símbolo de nuestra nación.
Fueron unos cinco minutos de
descanso que hizo esta ave y el asombro fue mayor cuando emprendió nuevamente
su vuelo, unos tres metros de grandes alas se desplegaron para nuevamente
surcar los cielos y ocultarse entre las nueves, sin lugar a dudas fue un
encuentro que marcó mi vida y fue un recuerdo imperecedero de aquellas andanzas
que nos brinda la existencia y que regresaron a mi mente después del despliegue
informativo al celebrarse el día nacional y el avistamiento de los cóndores que habitan en las zonas
montañosas de Saraguro, además me atrevo a escribir estas líneas como un grato
homenaje póstumo a mi colega, amigo y también testigo de este avistamiento
Miguel Ángel Vacacela, quien está disfrutando de los vuelos del Cóndor desde el
paraíso celestial. JO.
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