7/10/2019

MI AMIGO, EL CÓNDOR Y YO.

Imagen: Diario Norte.

En una de esas tantas jornadas que a un locutor joven y con las energías intactas de la lozanía de la vida con las que tocaban desempeñar aquellas tareas que en aquel entonces no eran ni cansadas, ni difíciles, más bien las cumplíamos con mucho agrado y se convertían en verdaderas aventuras, el caminar largas horas para subir hasta las cimas de escarpadas montañas, cargados de un peso que el cuerpo aguantaba y con el objetivo de que la radio en la que se laboraba, llegue con nitidez y con mayor claridad hasta la audiencia que estaba pendiente, me atrevo a contarles: Mi amigo, el Cóndor y Yo.

Corría mediados del año dos mil, era una mañana fría de esas típicas en las que se conjugan el viento gélido con la presencia de una neblina que iba y veía juguetona, nos preparamos para subir hasta la cima del Puglla, montaña que se escarpa en la cordillera de Los Andes a 3. 333 metros sobre el nivel del mar y que es el monte más simbólico para quienes habitan en el cantón Saraguro, provincia de Loja, ahí en el mismísimo lugar donde se ubican las antenas repetidoras de una decena de medios de comunicación locales, provinciales y nacionales, que brindan cobertura a esta zona del austro ecuatoriano.

Habíamos recibido la encomienda de subir al cerro a cumplir con la tarea de mejorar la señal de Radio Frontera Sur, medio que por esos tiempos daba sus primeros pasos y que se iba consolidando como un medio de servicio colectivo como lo ha venido cumpliendo por más de 19 años; Yo, no tenía ningún conocimiento sobre reparación de los equipos de transmisión, pero acompañaba a Miguel Ángel Vacacela, mi compañero de largas jornadas de trabajo y de unas cuantos asensos al cerro a donde lo acompañaba a realizar estas tareas en las que me convertía en una especie de aprendiz del maestro.

Habíamos recorrido algo así como entre hora y media y dos horas desde la vía Panamericana, por una cuesta que te quita el aliento y tras una travesía agotadora luego de la llovizna nocturna que se había presentado en el lugar, salvando muchos obstáculos habíamos llegado a cumplir con nuestro trabajo, un pequeño descanso de algunos minutos en el que también se aprovechaba para admirar lo poco del paisaje que se podía observar por el vaivén de la neblina que juguetona iba y venía y que por instantes nos robaba la vista singular que existe desde ese bello mirador natural.

Era el momento de subir hasta la antena, el frío metal entumecía las manos, comenzamos a probar anillo por anillo, como se llaman a estos instrumentos que se encargan de irradiar las ondas hercianas que emiten las radioemisoras en Frecuencia Modulada, habíamos subido como tres metros y los vientos se sentían con mayor fuerza, el temor se hacía cada vez mayor, Miguel se mantenía a un metro y medio de distancia por sobre mi cabeza, hacía su trabajo con acuciedad  y luego de al menos unos treinta minutos de esforzado trabajo, sucedió un episodio que nunca lo he podido borrar de mi mente.

A unos 5 metros de la antena en la que estábamos, llego un ave imponente, se posó sobre un pequeño peñasco que sobresale del cerro, impávidos y con una clara muestra de incredulidad por lo que veíamos, nos invadió un silencio sepulcral, tal vez con el afán de no asustar esa gran ave que superaba el metro de estatura, o por el susto de ver por primera vez un pájaro de un tamaño descomunal tan cerca de nosotros y que en ese entonces, nunca nos imaginamos que el famoso Cóndor Andino habitaba por esos lares, no habían estudios, ni indicios de que en esta parte de los Andes anidaba el ave símbolo de nuestra nación.

Fueron unos cinco minutos de descanso que hizo esta ave y el asombro fue mayor cuando emprendió nuevamente su vuelo, unos tres metros de grandes alas se desplegaron para nuevamente surcar los cielos y ocultarse entre las nueves, sin lugar a dudas fue un encuentro que marcó mi vida y fue un recuerdo imperecedero de aquellas andanzas que nos brinda la existencia y que regresaron a mi mente después del despliegue informativo al celebrarse el día nacional y el avistamiento de los cóndores que habitan en las zonas montañosas de Saraguro, además me atrevo a escribir estas líneas como un grato homenaje póstumo a mi colega, amigo y también testigo de este avistamiento Miguel Ángel Vacacela, quien está disfrutando de los vuelos del Cóndor desde el paraíso celestial. JO.

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